Han pasado casi 80 años desde que Grote Reber, un ingeniero estadounidense, construyera en 1937 la primera radioantena en el patio de atrás de su casa en Chicago y uno se pregunta: qué pensarían sus vecinos de semejante artefacto (ver Figura 1). Sin embargo, la Radioastronomía ha avanzado enormemente, y las antenas parabólicas constituyen hoy el elemento básico de esta ciencia, además de poblar los tejados de nuestras ciudades, usadas como aparatos de recepción de telecomunicaciones.
La parte más característica de una antena es el plato o paraboloide, cuya misión no es otra que la de reflejar luz hacia un dispositivo receptor, que puede estar ubicado en el foco de la parábola, lugar en el que se concentra toda la luz reflejada. Es obvio, sin embargo, que el plato de una radioantena no refleja la luz que nuestros ojos son capaces de percibir. ¿De qué luz hablamos entonces?
Como es sabido, el rango de luz que el ojo humano puede percibir es limitado. Otros animales son capaces de percibir "colores" distintos. Es bien conocida la "visión nocturna" (colores infrarrojos) de los felinos, o también la "visión ultravioleta" (colores ultravioletas) de insectos como las abejas. Los astrónomos hablamos de frecuencias o longitudes de onda, en lugar de colores, ya que la luz puede entenderse como un fenómeno ondulatorio, cuyas ondas poseen una longitud característica para cada color. Las ondas de luz que nuestro ojo percibe, tienen tamaños unas diez millones de veces más pequeños que el metro (0.0000001m=10-7metros). Sin embargo, gracias al acvance tecnológico empujado por la ciencia, el hombre ha creado dispositivos capaces de percibir la luz en colores diferentes a los que capta nuestro ojo. Así, se han fabricado dispositivos de visión nocturna o infrarroja, o detectores de rayos X (radiografías). Los astrónomos hemos mirado al cielo con cámaras diseñadas para percibir "otros colores" (o para trabajar en otras longitudes de onda) y hemos visto que un mismo objeto puede mostrar una realidad oculta (ver Fig. 2).
Juntando la información de imágenes tomadas en diferentes longitudes de onda, los astrónomos somos capaces de interpretar mejor cuál es la naturaleza de los objetos distantes que pueblan el Universo. Los colores que percibimos cuando observamos el cielo con un radiotelescopio son los que tienen longitudes de onda con tamaños de centímetros o mayores, lo que conocemos como longitudes de onda radio. También se usan antenas para detectar luz de ondas milimétricas y submilimétricas (aquellas que tienen longitudes de onda de la décima parte del milímetro; 0.0001m=10-4 metros).
Para poder reflejar la luz de ondas en radio, la precisión de la superficie reflectante del paraboloide (el plato), debe ser al menos 20 veces menor al tamaño de las ondas. Cualquier imperfección con un tamaño superior a ese, impediría que el telescopio obtuviese datos de modo correcto. En el caso de las ondas de 21cm (las que puede observar la antena del IAR), las imprecisiones de la superficie pueden llegar a tener un tamaño máximo de alrededor de 1cm. Por eso la antena del IAR tiene una malla con agujeros (de no más de 1cm). En cambio, las antenas del telescopio ALMA (ver más adelante y ver también Figura 3), que trabaja en longitudes de onda submilimétricas, deben tener una superficie pulida con una precisión de unos pocos micrones (un tamaño cien veces menor a un milímetro; 0.00001m=10-5 metros).
Se puede entender en seguida que cuanto más grande es el plato de una antena, mayor es la cantidad de luz que ésta puede reflejar. Es por tanto lógico que en los inicios de la Radioastronomía se pensase en construir antenas grandes para poder recibir luz de objetos muy débiles y distantes. Pero además, cuanto más grande es el plato de una antena mejor es la resolución (el zoom o los aumentos de una imagen) que se consigue en el momento de producir imágenes. No es lo mismo hacer una foto con una cámara de 32 píxeles, que obtener la misma foto con una cámara de 1024 píxeles... Así, a comienzos de los años 60, se finalizó uno de los telescopios de mayor envergadura (el Jodrell Bank de 76 metros, de la Universidad de Manchester, en Inglaterra), que hoy en día es el tercero más grande con movimiento completo. El mayor de estos radiotelescopios es el estadounidense Green Bank Telescope (GBT), de 110 metros, y el segundo el Effelsberg Telescope, de 100 metros. ¡El GBT es la máquina con movimiento más grande sobre la Tierra y podría distinguir el Obelisco de Buenos Aires a 25 kilómetros de distancia! Existen radioantenas aún más grandes, pero su enorme peso les impide poder moverse, por lo que sólo pueden observar la porción del cielo que pasa justo por encima de ellas. El ejemplo paradigmático de este tipo de antenas es el famoso radiotelescopio de Arecibo (en Puerto Rico), cuyo plato, construido sobre el cráter de un volcán inactivo, mide 305 metros. Tal vez recuerden a James Bond deslizarse durante medio minuto por la superficie del plato de Arecibo en la película Golden Eye.
Ante la imposibilidad tecnológica de construir antenas más grandes, manteniendo a la vez su movilidad y la necesaria precisión de su superficie, en la segunda mitad de la década de los 60 se desarrolló una técnica audaz conocida como Interferometría. Esta técnica usa un conjunto de antenas separadas unas de otras, que tratan de cubrir parcialmente el lugar que ocuparía una súper-antena con un tamaño de kilómetros. Cada antena capta las ondas de radio de un mismo objeto, y luego estas ondas son procesadas como si procediesen de distintas porciones de un gran radiotelescopio. Esta técnica supuso multitud de desafíos tecnológicos, ya que se requiere combinar las señales procedentes de todas las antenas mediante sofisticados dispositivos electrónicos, con una precisión de tiempo que necesita de los más avanzados relojes máseres existentes. Tal vez los interferómetros más famosos hoy en día son el norteamericano Jansky Very Large Array (o JVLA, que cuenta con 27 antenas de 25 metros cada una en Nuevo México) y el Atacama Large Millimeter/submillimeter Array (o ALMA), que es la máquina más costosa que el hombre haya fabricado. Otros interferómetros como el californiano Combined Array for Millimeter Astronomy (CARMA, con 27 antenas) o el hawaiano Submillimeter Array (SMA, con 8 antenas) son usados para preparar futuros investigadores en las técnicas interferométricas, además de producir resultados de frontera en la investigación científica. Hoy en día, ALMA, situado en el llano de Chajnantor en Chile, comprende 66 antenas de 12 y 7 metros y constituye el conjunto de antenas más moderno y poderoso. Es un interferómetro cuyas antenas pueden funcionar como un único telescopio gigante equivalente a una antena de 16 kilómetros de diámetro. Con esa separación entre sus antenas, ALMA podría distinguir el Obelisco de Buenos Aires a 25000 kilómetros de distancia (veinticinco mil kilómetros de distancia son ¡¡unas dos veces el radio de la Tierra!!). Esto quiere decir que la cámara de ALMA tiene unas 10 veces más zoom que la del telescopio espacial Hubble. Además, las antenas de ALMA no están siempre en el mismo lugar. A pesar de que cada una de ellas es uno de los instrumentos más precisos sobre la Tierra, las antenas de ALMA son lo suficientemente robustas como para ser transportadas en camiones especiales entre plataformas de cemento sin que su funcionamiento se vea alterado. Esto permite disponer las antenas en diferentes configuraciones que permiten cubrir distancias que van desde los 150 metros hasta los 16 kilómetros, permitiendo observaciones con una suerte de zoom variable, algo necesario para cubrir lo mejor posible el hipotético plato de una radioantena gigante de 16 kilómetros.
Para producir las imágenes obtenidas con un interferómetro es necesario aplicar posteriormente un minucioso procedimiento matemático. Finalmente, las imágenes pueden ser tan bellas y valiosas científicamente como la que muestra la Figura 4, donde se ve el disco de polvo y gas entorno a una estrella bebé muy parecida a nuestro Sol. La imagen de ALMA muestra ocho surcos en el disco, que creemos han sido horadados por sendos planetas, formados a partir del disco de polvo. ¿Existirá vida en alguno de éstos jóvenes planetas?
Sobre el autor:
Manuel Fernández López está realizando una estadía de postdoctorado en el IAR. Es Magister en Astronomía por la Universidad Complutense de Madrid y Doctor en Astronomía por la Universidad Autónoma de México. Recibió el premio París Pismis por su destacado desempeño mientras realizaba su tesis de doctorado.